20080811

el arte

Una confesion estremecedora nos llega desde europa. De lo mejor q he leido en el ultimo tiempo:







Un grupo de paramilitares independentistas de Osetia del Sur han atacado poblados fronterizos. Aunque decir “atacados” tal vez sea una exageración, lo más probable es que no haya sido más que una granada o dos, no lo sé, no puedo saberlo. Pero eso es lo que ha dicho el gobierno de Saakashvili y el gobierno de Saakashvili ha sido enfático al momento de decir que no aceptará ningún tipo de agresión de parte de Osetia del Sur. Como resultado, Georgia ha mandado tropas sobre Osetia, tal vez con la intención de terminar para siempre con sus afanes independentistas, tal vez sólo como respuesta a sus ataques, como sea, los rusos no estuvieron dispuestos a permanecer de espectadores, y con la excusa de defender los intereses de sus compatriotas que viven en Osetia, atacaron Georgia. Qué es lo que realmente temen los rusos? Que Saakashvili decida atacar Moscú

No lo sé, el caso es que Georgia ha sido atacada por el todopoderoso ejército ruso.

Todo esto no me importaría, o al menos no me importaría tanto como para escribir al respecto, si en este momento no estuviera en Georgia. Y aunque eso no me enorgullece, es la verdad.  

Llegué a Europa hace poco más de un mes. Salí de Europa hace poco más de una semana, exactamente en el momento en que crucé la frontera austro-húngara.

No sé qué fue lo que me llevó a avanzar hacia el este a penas pisé Europa, tal vez fue el hecho de que no había mucho oeste, pues llegué a Sevilla, pero lo más probable es que haya sido el recuerdo olvidado de los príncipes de Kiev que llenaron mis sueños de solitario adolescente sin nada mejor que hacer que seguir las huellas de los viejos vikingos


Gagra, Sokhumi, Tkvarcheli, Dshvari, Kutaisi, Chiatura y el ocho de agosto Kareli. Ocho de agosto, el mismo día que los rusos invaden el espacio aéreo de Georgia y bombardean pequeñas ciudades fronterizas y cerca de la frontera está Kareli y de un momento a otro me vi en una situación que jamás pensé vivir. Sí, estaba en medio de un bombardeo aéreo.  

Si fuera un buen escritor, si fuera el mejor escritor del mundo, si fuera el mejor escritor de la historia de la humanidad, si fuera un escritor imposible nacido el año 2666, no podría describir la experiencia de una noche bajo el fuego y las sirenas, lo que quiero decir es que no lo haré, no diré nada de esa noche entre el 8 y el 9 de agosto, no diré una palabra acerca de esa esquirla que imaginé atravesar mil veces las mil cabezas que se tienen en una noche al otro lado del mundo. Pero esto no es literatura, esto no es más que un relato de una noche que no imaginé nunca, que por más que miraba, nunca vi bajar desde la colina que ocultaba el horizonte, allí, en el invierno de Santiago de Chile con un pasaje a España en la mano, con un pasaje comprado con un préstamo que sabía no podría pagar, con un pasaje a una ciudad desconocida donde nadie me esperaba, y por más que miraba las letras en él impresas, por más que trataba que los patrones en ellas ocultos me revelaran parte de lo que me depararían la noches venideras, nada podía ver, nada más que letras y números, nada más que la imagen del negro océano  miles de metros bajo mi asiento, mi asiento junto a la ventana, porque eso sí que lo podía ver, y también podía ver mi reflejo en la noche, ese reflejo que tantos poemas pudo haber inspirado, tantos poemas que no escribí, porque después de comprar el pasaje decidí no volver a escribir poemas, tal vez porque quise despedirme dignamente de este continente maldito (porque aunque existan otros continentes que hayan sido maldecidos, eso no quiere decir que este, nuestro continente, también lo esté) o tal vez, y esto es lo más probable, porque nada se me ocurría después que supe que lo que tanto había soñado era, esta vez sí, inevitable.

 

Pero todo lo que sucede es inevitable. Inevitable fue perder los trenes que perdí para poder encontrarme con esos ojos de Moldavia, inevitable el robo de mi notebook en Odesa (no sé por qué tenía que conocer Odesa aunque el mundo se viniera abajo), inevitable aprender a pedir una cama por pocos pesos en ruso (cómo me gusta escucharme hablar en ruso), inevitable ser mirado como un extraño a cada paso, un extraño de mochila amarilla, un extraño que no representa más amenaza que su extrañeza, porque mi cara aún conserva un gesto amable, porque mi baja estatura (aún más baja en estas tierras) no representa un peligro, porque mi piel clara habla de alguien que después de todo no puede haber venido de tan lejos, aunque lo cierto es que no puedo venir de más lejos, pero eso ellos no lo saben y supondrán un español, un italiano, un francés… Si me preguntan yo digo que soy belga. Aquí nadie parece saber qué es un belga, nadie sabe qué idioma hablan ni qué cara tienen, por eso nadie hace preguntas, nadie se sorprende por mi acento, nadie busca donde no hay que buscar. Y aunque yo no sé qué es lo que podrían buscar, me he propuesto ocultar mi identidad por todos los medios.

En Rumania, en el lugar donde pasé una noche, había un mexicano. Cuando lo escuché hablar sentí que una flecha atravesaba mi pecho, aunque demás está decir que nunca hubo flechas, pero fue un dolor agudo, intenso, que se hacía más intenso cada vez que respiraba, eso aunque respiraba lo más despacio posible, como si el mexicano fuera un animal que detecta a sus presas al oír su respiración, a sus presas que consisten exclusivamente en latinos ocultos en Europa del este, y yo que hacía todo lo posible por no mirarlo a los ojos, por que no oliera los vestigios de America en mi pelo, en los pliegues de mi piel y en eso estaba, sentado en un rincón de esa gran habitación donde al menos veinte personas se preparaban para pasar la noche, respirando apenas oculto en la curvatura de mi codo que se apoyaba en mis piernas, cuando noté horrorizado que el maldito mexicano (que nada tenía de maldito) fijaba su mirada en mi y se acercaba hacia el lugar donde yo estaba, se paraba frente a mi (yo sólo veía sus piernas). Me preguntó si acaso yo hablaba español. Por qué mierda a este mexicano se le ocurrió que yo, entre todos los que hay en esta habitación, puedo hablar español. Y si lo hablo, por qué mierda se le ocurrió que me gustaría hacerlo con él. Y aunque parecía molesto, la verdad es que temblaba de miedo, miedo porque estaba seguro que era cuestión de tiempo para que el mexicano se lanzara contra mi cuello y en un segundo se chupara toda mi sangre, todo mi sangre latina, toda la miserable historia de mis antepasados, toda, hasta la última gota de resentimiento, de pequeñez, de vanidad, de egoísmo, de fascismo y de estupidez.

 

 

 

10 de Agosto de 2008  

Kareli, Georgia

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